sábado, 10 de diciembre de 2016

Lecturas del día, sábado, 10 de diciembre. Poema "Árbol" de Pedro Garfias. Breve comentario

Primera lectura

Lectura del libro del Eclesiástico (48,1-4.9-11):

En aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego,
sus palabras quemaban como antorcha.
Él hizo venir sobre ellos hambre,
y con su celo los diezmó.
Por la palabra del Señor cerró los cielos
y también hizo caer fuego tres veces.
¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos!
¿Quién puede gloriarse de ser como tú?
Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente,
en un carro de caballos de fuego;
tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros,
para aplacar la ira antes de que estallara,
para reconciliar a los padres con los hijos
y restablecer las tribus de Jacob.
Dichosos los que te vieron
y se durmieron en el amor.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 79,2ac.3b.15-16.18-19

R/.
Oh Dios, restáuranos,
que brille tu rostro y nos salve.


Pastor de Israel, escucha,
tú que te sientas sobre querubines, resplandece.
Despierta tu poder y ven a salvarnos. R/.
 
Dios del universo, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña.
Cuida la cepa que tu diestra plantó,
y al hijo del hombre que tú has fortalecido. R/.

Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti:
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,10-13):

Cuando bajaban del monte, los discípulos preguntaron a Jesús: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?». Él les contestó: «Elías vendrá y lo renovará todo. Pero os digo que Elías ya ha venido y no lo reconocieron, sino que han hecho con él lo que han querido. Así también el Hijo del hombre va a padecer a manos de ellos». Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan el Bautista.

Palabra del Señor
 
Poema:
Árbol de Pedro Garfias
 
Yo he conocido a un árbol
que me quería bien.
Jamás supe su nombre,
no se lo pregunté
y él nunca me lo dijo:
cuestión de timidez.
Nunca vio mi silueta,
era ciego al nacer,
por eso a mí me quiso
lo mismo que yo a él.
Le dije muchas cosas
que a nadie más diré,
más que a la vieja estrella
que alguna vez hablé.
Él estaba más cerca
yo palpaba su piel
a él le dolía el tronco
a mí el tronco y la sien.
Un día lo perdí,
qué amor no perderé;
pregunté a sus hermanos
que debieran saber;
a los hombres que saben
nada les pregunté.
Acaso él me buscó
como yo lo busqué,
pero los dos andamos
tan torpes de los pies.
Cosas, terribles cosas,
que hoy quisiera saber.
Nunca me contestó,
sería mudo también.
Como el árbol de Heine
—eso sí que lo sé—
movía la cabeza
oyéndome.
 
Breve comentario
 
Hoy el evangelio vuelve a incidir en la misma idea de ayer: la incomprensión por los hombres del mensaje de Dios y, por extensión, la incomprensión, la soledad y la persecución hacia sus enviados que lo anuncian. Cuando el entorno es máximamente hostil, suele ser una tentación renunciar a la tarea que nadie entiende y todos atacan; y suele ser un punto de llegada casi inevitable refugiarse en la soledad, siquiera sea para parar los golpes. Todo ello es muy humano; cada persona posee una capacidad de resistencia para soportar el sufrimiento, sobre todo el que se prolonga en el tiempo. Es completamente cierto ese viejo dicho que afirma que no nos dé Dios el sufrimiento que podamos soportar. Por fortuna, Dios no nos envía nada que sobrepuje nuestras fuerzas, y si lo hace, Él acude en nuestra ayuda indefectiblemente. Intentar seguir a Cristo en la medida de nuestras posibilidades y dones recibidos nunca es tarea fácil. Para hallar una dificultad como la que padecemos en Occidente, quizá habría que remontarse a las grandes persecuciones de la Roma pagana. Si hablamos de Oriente Medio u otras zonas donde la cristianización es una realidad minoritaria, la dificultad es la mayor conocida nunca en la historia de nuestra fe.

Sin embargo, a pesar de todos los obstáculos, no nos está permitida la retirada, la renuncia, la soledad, el refugio del silencio, y mucho menos aún la apostasía. Si vivimos por y para Dios, debemos también saber morir para Él. Hace pocos días hablamos de la coherencia que implica ser cristiano: esto es un ejemplo de coherencia. Habiendo fe, todo obstáculo queda removido, aunque, en efecto, nos liquiden. No busquemos, por supuesto, el martirio; pero tampoco nos asustemos si llega: no estamos solos, y menos en esas situaciones, donde la presencia del Señor se puede casi hasta tocar. Además, ya hoy vivimos un martirio moral o espiritual, cuando somos marginados o marcados como extraños o indeseables para el mundo. Esta soledad, esta indiferencia es ya martirial, y tendrá su premio.

En fin, no acabemos como el buen poeta que sufriendo el desarraigo del exilio, ya solo se confiaba a los árboles y las estrellas. La soledad sin fe es lo más duro que existe: es la desolación en su grado más extremo. El poeta, de fe comunista, arrancado de su patria, y malviviendo entre extraños, cayó en depresión que le llevó a su vez al alcoholismo. A pesar de todo, siguió escribiendo tal vez su mejor poesía, llena de añoranza de lo perdido, de su amada Andalucía, de sus ideales que él buscaba por caminos equivocados, llenando de belleza y de amor sus mejores páginas, aunque ya sólo hablara a los árboles y a las estrellas. Demos gracias a Dios que nos liberó de este sufrimiento, el más atroz posible: un martirio sin Dios.

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