domingo, 14 de agosto de 2016

Lecturas del día, domingo, 14 de agosto. Poema "El alma era lo mismo que una ranita verde" de Dámaso Alonso. Breve comentario



Primera lectura

Lectura del libro de Jeremías (38,4-6.8-10):

En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: «Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.»
Respondió el rey Sedecías: «Ahí lo tenéis, en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros.»
Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo.
Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: «Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre, porque no queda pan en la ciudad.»
Entonces el rey ordenó a Ebedmelek, el cusita: «Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 39,2.3;4.18

R/.
Señor, date prisa en socorrerme

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. R/.

Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos. R/.

Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor. R/.

Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación:
Dios mío, no tardes. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (12,1-4):

Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Palabra de Dios

Evangelio de mañana

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

Palabra del Señor

Poema:
El alma era lo mismo que una ranita verde de Dámaso Alonso

El alma era lo mismo
que una ranita verde,
largas horas sentada sobre el borde
de un rumoroso
Misisipí.
Desea el agua, y duda. La desea
porque es el elemento para que fue criada,
pero teme
el bramador empuje del caudal,
y, allá en lo oscuro, aún ignorar querría
aquel inmenso hervor
que la puede apartar (ya sin retorno,
hacia el azar sin nombre)
de la ribera dulce, de su costumbre antigua.
Y duda y duda y duda la pobre rana verde.

Y hacia el atardecer,
he aquí que, de pronto,
un estruendo creciente retumba derrumbándose,
y enfurecida salta el agua
sobre sus lindes,
y sube y salta
como si todo el valle fuera
un hontanar hirviente,
y crece y salta
en rompientes enormes,
donde se desmoronan
torres nevadas contra el huracán,
o ascienden, dilatándose
como gigantes flores que se abrieran al viento,
efímeros arcángeles de espuma.
Y sube, y salta, espuma, aire, bramido,
mientras a entrambos lados rueda o huye,
oruga sigilosa o tigre elástico
(fiera, en fin, con la comba del avance)
la lámina de plomo que el ancho valle oprime.

Oh, si llevó las casas, si desraigó los troncos,
si casi horadó montes,
nadie pregunta por las ranas verdes... 


... ¡Ay, Dios,
cómo me has arrastrado,
cómo me has desarraigado,
cómo me llevas
en tu invencible frenesí,
cómo me arrebataste
hacia tu amor!
Yo dudaba.
No, no dudo:
dame tu incógnita aventura,
tu inundación, tu océano,
tu final,
la tromba indefinida de tu mente,
dame tu nombre,
en ti.

Breve comentario

Otra vez se nos presenta el Señor en su vertiente más paradójica. Su mensaje de amor, de perdón, de misericordia, parece transformarse ahora, en medio de su angustia, en una fiebre de cólera, de furor justiciero, casi de venganza. ¿Cabe mayor contradicción? Si nuestra mirada es superficial y nuestro entendimiento vago como nuestra atención, así parece; sin embargo, no existe contradicción alguna. Esa ira evidente que reflejan sus palabras expresa la terrible soledad en la que el Señor se halla en medio de los hombres. Va a entregar su vida del modo más cruel (el bautismo que espera con lógica angustia), y no es que nadie entienda nada: es que incluso los apóstoles por Él elegidos se pierden en la mediocridad de sus humanas preocupaciones e intereses, perdidos en las mezquindades de quienes no saben ver más allá de sí mismos y de las apariencias, perdidos en una absoluta falta de comprensión de la propuesta de amor y redención que Dios les está presentando ante sus ojos.

El amor de Dios es en un mundo como éste, presidido por todas las formas del pecado imaginables, promovido en todos los ámbitos y por todos los actores sociales, políticos e intelectuales, algo radicalmente subversivo, revolucionario a este orden de la oficial y personal degradación humana. Y por ello perseguible, despreciable, y destruible. En creciente marginalidad, el mensaje de Dios está siendo atacado de forma implacable desde hace casi tres siglos en Occidente; y de un modo ya absolutamente abierto y sin ocultación desde los últimos cincuenta años, y creciendo en hostilidad con el paso de los días. Si el Señor se hizo hombre en una época de abyección pagana de dimensiones difícilmente imaginables entonces, dos mil años después, la ira del Señor está aún más justificada hoy, tras siglos y siglos de vigencia de la visión cristiana del mundo en Occidente, cuando nos entregamos a un nuevo paganismo que no reconoce más dios que la voluntad humana desligada de toda dimensión trascendente. Los efectos demoledores de esta mentira atroz lo vemos cada día, en las derivas hacia el abismo de tantas naciones y pueblos ayer cristianos, pero también (y yo diría que sobre todo) en las realidades individuales, en las personas con las que nos encontramos cada día, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, etc, totalmente perdidos en las mil variedades del vacío, la mentira, el error o la degradación.

Y a este mundo Dios lo debe incendiar, hacerlo pedazos, destruirlo hasta su desaparición completa. Porque la mentira se ha adueñado de toda realidad, ya sea aquella de las grandes decisiones que incumben a todo un país o una civilización, como a las más personales e íntimas, sujetas ambas al poder del mal, a la negación de la verdad que nos constituye. No hay, pues, contradicción alguna: su amor exige la destrucción de aquello que lo mata. Igual que un hombre, un individuo, debe renunciar en su vida al pecado y abrirse a la acción de Dios, lo mismo un país, un continente o la creación entera. Por esto utiliza el Señor el ejemplo más radical por ser lo más íntimo o lo más querido al hombre: la familia. No podemos entender las palabras del Señor en su literalidad, como si despreciase la naturaleza de la familia. Al contrario, porque el mal se ha poseído del corazón de sus integrantes, ya no existen tales familias, sino un conglomerado de intereses y egoísmos. Ese conglomerado ya no cabe llamarlo familia más que por los lazos biológicos. Y ante tal farsa, Dios llama a su destrucción. Hay una ira santa, un celo divino por salvar a los hombres, por abrirles los ojos y el corazón; y ante su resistencia, Dios habla como el justo que combate el mal pertinaz que se resiste a desaparecer. Insisto, no hay contradicción entre una misericordia infinita y un infinito odio al mal que quiere destruir su amor y el plan divino de salvación de los hombres.

El poema de don Dámaso refleja con notable acierto una peculiar forma de vivir pecaminosamente el gran reto de seguir a Cristo. Nuestra alma es como una ranita verde que siente las demandas del Señor atractivas, pero ¡tan duras de seguir, tan exigentes! ¿Qué será de mí?, piensa la ranita verde de nuestra alma ante la imponente marea de Dios (que Dios sabrá adónde me llevará). Sólo soy una ranita, y Dios tan grande, tan poderoso... Mejor seguir en la ribera y ver la atractiva corriente del agua pasar. Sólo cuando un terremoto se desata, la ranita se decide a ser para lo que fue creada: saltar, y saltar sobre todos los obstáculos.

Ojalá que Dios por fin sacuda a fondo este mundo perdido para que todos tomemos el camino de nuestra verdad, aquel por el cual existimos. Sí, que vengan fuego arrasador y división y destrucción de tanta mentira. Y que salte todo para que saltemos por fin hacia el Señor... Como la ranita verde del alma de la que hablaba don Dámaso. 

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