lunes, 3 de abril de 2017

Lecturas del día, lunes, 3 de abril. Poema "A la conversión de un pecador" de Juan Boscán. Breve comentario


Primera lectura

Lectura del libro de Daniel (13,1-9.15-17.19-30.33-62):

En aquellos días, vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín, casado con Susana, hija de Jelcías, mujer muy bella y temerosa del Señor. Sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy rico y tenía un jardín junto a su casa; y como era el más respetado de todos, los judíos solían reunirse allí. Aquel año fueron designados jueces dos ancianos del pueblo, de esos que el Señor denuncia diciendo: «En Babilonia la maldad ha brotado de los viejos jueces, que pasan por guías del pueblo». Solían ir a casa de Joaquín, y los que tenían pleitos que resolver acudían a ellos. A mediodía, cuando la gente se marchaba, Susana salía a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos la veían a diario, cuando salía a pasear, y sintieron deseos de ella. Pervirtieron sus pensamientos y desviaron los ojos para no mirar al cielo, ni acordarse de sus justas leyes. Sucedió que, mientras aguardaban ellos el día conveniente, salió ella como los tres días anteriores sola con dos criadas, y tuvo ganas de bañarse en el jardín, porque hacía mucho calor. No había allí nadie, excepto los dos ancianos escondidos y acechándola. Susana dijo a las criadas: «Traedme el perfume y las cremas y cerrad la puerta del jardín mientras me baño». Apenas salieron las criadas, se levantaron los dos ancianos, corrieron hacia ella y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas, nadie nos ve, y nosotros sentimos deseos de ti; así que consiente y acuéstate con nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que un joven estaba contigo y que por eso habías despachado a las criadas». Susana lanzó un gemido y dijo: «No tengo salida: si hago eso, mereceré la muerte; si no lo hago, no escaparé de vuestras manos. Pero prefiero no hacerlo y caer en vuestras manos antes que pecar delante del Señor». Susana se puso a gritar, y los dos ancianos, por su parte, se pusieron también a gritar contra ella. Uno de ellos fue corriendo y abrió la puerta del jardín. Al oír los gritos en el jardín, la servidumbre vino corriendo por la puerta lateral a ver qué le había pasado. Cuando los ancianos contaron su historia, los criados quedaron abochornados, porque Susana nunca había dado que hablar. Al día siguiente, cuando la gente vino a casa de Joaquín, su marido, vinieron también los dos ancianos con el propósito criminal de hacer morir a Susana. En presencia del pueblo ordenaron: «Id a buscar a Susana, hija de Jelcías, mujer de Joaquín». Fueron a buscarla, y vino ella con sus padres, hijos y parientes. Toda su familia y cuantos la veían lloraban. Entonces los dos ancianos se levantaron en medio de la asamblea y pusieron las manos sobre la cabeza de Susana. Ella, llorando, levantó la vista al cielo, porque su corazón confiaba en el Señor. Los ancianos declararon: «Mientras paseábamos nosotros solos por el jardín, salió esta con dos criadas, cerró la puerta del jardín y despidió a las criadas. Entonces se le acercó un joven que estaba escondido y se acostó con ella.
Nosotros estábamos en un rincón del jardín y, al ver aquella maldad, corrimos hacia ellos. Los vimos abrazados, pero no pudimos sujetar al joven, porque era más fuerte que nosotros, y, abriendo la puerta, salió corriendo. En cambio, a esta le echamos mano y le preguntamos quién era el joven, pero no quiso decírnoslo. Damos testimonio de ello». Como eran ancianos del pueblo y jueces, la asamblea los creyó y la condenó a muerte. Susana dijo gritando: «Dios eterno, que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo que su maldad ha inventado contra mí». Y el Señor escuchó su voz. Mientras la llevaban para ejecutarla, Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; y este dio una gran voz: «Yo soy inocente de la sangre de esta». Toda la gente se volvió a mirarlo, y le preguntaron: «Qué es lo que estás diciendo?». Él, plantado en medio de ellos, les contestó: «Pero ¿estáis locos, hijos de Israel? ¿Conque, sin discutir la causa ni conocer la verdad condenáis a una hija de Israel? Volved al tribunal, porque esos han dado falso testimonio contra ella».
La gente volvió a toda prisa, y los ancianos le dijeron: «Ven, siéntate con nosotros e infórmanos, porque Dios mismo te ha dado la ancianidad». Daniel les dijo: «Separadlos lejos uno del otro, que los voy a interrogar». Cuando estuvieron separados el uno del otro, él llamó a uno de ellos y le dijo:
«¡Envejecido en días y en crímenes! Ahora vuelven tus pecados pasados, cuando dabas sentencias injustas condenando inocentes y absolviendo culpables, contra el mandato del Señor: “No matarás al inocente ni al justo”. Ahora, puesto que tú la viste, dime debajo de qué árbol los viste abrazados».
Él contestó: «Debajo de una acacia». Respondió Daniel: «Tu calumnia se vuelve contra ti. Un ángel de Dios ha recibido ya la sentencia divina y te va a partir por medio».Lo apartó, mandó traer al otro y le dijo:«Hijo de Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón. Lo mismo hacíais con las mujeres israelitas, y ellas por miedo se acostaban con vosotros; pero una mujer judía no ha tolerado vuestra maldad. Ahora dime: ¿bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?». Él contestó: «Debajo de una encina». Replicó Daniel: «Tu calumnia también se vuelve contra ti. El ángel de Dios aguarda con la espada para dividirte por medio. Y así acabará con vosotros». Entonces toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 22,1-3a.3b-4.5.6

R/.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo


El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.

Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.

Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mí copa rebosa. R/.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Juan (8,1-11):

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

Palabra del Señor

Poema:
A la conversión de un pecador de Juan Boscán

Señor, estoy de vos tan alcanzado,
cuando el discurso al contemplar permito,
que, aunque me habéis sufrido de infinito,
representáis paciencia de olvidado.

Yo que dormí, de vuestra voz llamado,
hoy despierto a la voz de mi delito,
y al primer dolor de verle escrito
le dais los privilegios de borrado.

Deuda, Señor, es ya, no confianza,
pensar que el dolor, el sacrificio,
grato aroma se salve donde ascienda.

Aun me dejáis sin dudas la esperanza,
que quien trocó la ofensa en beneficio,
¿qué mérito dará a la misma ofrenda? 


Breve comentario

Ya lo hemos dicho en otras ocasiones: no somos mejores que nadie. Si una consecuencia debe tener seguir a Cristo es tomar conciencia de nuestra propia debilidad, de la necesidad de implorar misericordia a quien es la fuente de la misma. Uno de los espectáculos más penosos, y por desgracia no infrecuente entre no pocos cristianos, es el de situarse en una suerte de atalaya moral y, desde allí, condenar la debilidad "ajena". El orgullo en el cristiano es uno de los peores pecados, tal vez el peor. Es cierto que somos beneficiados y elegidos por la gracia del Señor que nos ha regalado con el don de la fe, pero jamás por mérito alguno nuestro (de lo contrario no sería gracia, sino recompensa, compensación). Si acaso, deberíamos considerarnos elegidos no por nuestras cualidades, sino porque seamos más miserables que la media, pues éstos son los preferidos del Señor, los que más necesitan de su auxilio. El orgullo jamás perdona: simplemente condesciende, o, como decimos coloquialmente, nos "perdona la vida."

Las autoridades judías quieren poner una vez más a prueba al Señor trayendo a su presencia a una mujer sorprendida en adulterio. Si la absuelve, significaría que el Señor sanciona como no reprobable el acto pecaminoso de la mujer, lo que supondría una violación de la ley judía; si la condena con otra pena que no sea la lapidación, también implicaría un incumplimiento de la misma. En definitiva, sólo cabe para los judíos fieles y ortodoxos una salida. Los judíos habían construido su orgullo no sólo por la elección de Dios como su pueblo predilecto, sino por el grado de cumplimiento de los numerosos preceptos de la ley, que era la forma de establecer una relación duradera, fiable y digna con Yahvé. Las autoridades judías, fieles guardianes de las esencias, mantenían con rigor esta situación moral y espiritual, de la cual no se contemplaba la menor desviación. Cuando se pierde la perspectiva del porqué hacemos lo que hacemos, y se cae en un cumplimiento rutinario u obsesivo, se desvitaliza la práctica en este caso religiosa y se tiende a caer en todo tipo de actitudes que representan vicios y rutinas a pesar de ese cumplimiento. El de las autoridades era eminentemente el del orgullo. Sintiéndose superiores al resto de los mortales, y amparados en su función social, no dudaban en aplicar los preceptos con un espíritu que no era ya el de la ley, sino desde el orgullo más implacable. Desde este sentimiento de superioridad, ponen a prueba al Señor.

¿Y cómo responde Jesús? ¿Aprueba el acto de la mujer que cometía adulterio?; ¿a Cristo le parece bien el adulterio? No; pero tampoco aplica la ley de Moisés desde el orgullo de los judíos ortodoxos: Jesús no viene a abolir la ley, sino a darle plenitud. El acto es, en efecto, condenable; pero la condena no debe ser la lapidación, sino la conversión de vida, el arrepentimiento del pecador, darle la posibilidad de recomenzar su vida desde nuevas bases y evitar así la caída en los viejos errores. Y ello sólo puede hacerse desde el perdón, desde la misericordia. La condena a muerte es irreversible: es simplemente condena, castigo; no cabe recuperación posible. ¿Cómo logra el Señor introducir la conciencia del perdón a unas personas educadas en el ojo por ojo y diente por diente? Atacando su orgullo de seres perfectos e inmaculados: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». De repente, todos comprenden que son pecadores, que no son mejores que aquella mujer, que seguramente todos (comenzando por los más viejos -no olvidemos los viejos jueces corruptos que querían yacer con Susana, de la primera lectura-, que son los primeros que se marchan, pues por ley de vida son los que más años llevan pecando) han cometido adulterio al menos de pensamiento cada vez que han deseado a mujeres que no eran sus esposas, y hasta fuera muy posible que hubieran deseado a la mujer que iban a lapidar. En la psicología del orgullo se distingue muy bien un hecho, que en este caso se refleja con toda nitidez. El que se considera superior a los demás tiende a considerar sus defectos como algo ajeno, o, en caso de ser evidentes, como propiciados por los otros. Estos judíos envanecidos podían sentir deseos por acostarse con aquella mujer, pero la culpa de tal error no sería nunca imputable a ellos, sino a la condición inmoral de aquella: su excesiva belleza, su coquetería, su actitud impúdica (¡aunque fuera una mujer de lo más pudorosa en sus actitudes!).

Para la mujer el Señor reserva toda su comprensión, pero haciéndole saber que también para Él, en efecto, ha pecado: "Anda, y en adelante no peques más." La perdona, pero le dice que ha pecado; es más, que no debe volver a pecar. El perdón no sólo supone una nueva oportunidad, sino que, como decíamos más arriba, exige arrepentimiento, conversión, enmienda. Esto es lo que hace posible el amor de Dios a todos nosotros, pecadores de todos los pecados que queremos ser curados por la misericordia de Dios.  

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