domingo, 15 de octubre de 2017

Lecturas del día, domingo, 15 de octubre. Poema "El banquete que os propongo es para el día de mi muerte..." de Clara Janés. Breve comentario

Primera lectura

Lectura del libro de Isaías (25,6-10a):

Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. Lo ha dicho el Señor. Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 22, 1-6

R/.
Habitaré en la casa del Señor
por años sin término


El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.

Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.

Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (4,12-14.19-20):

Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús. A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Palabra de Dios

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Mateo (22,1-14):

En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

Palabra del Señor
 
Poema:
"El banquete que os propongo es para el día de mi muerte..." de Clara Janés
 
El banquete que os propongo es para el día de mi muerte
y responde al amor que yo siento y deseo:
pido que se me coma,
que mi ser en no ser no se mude
sino en puro alimento;
comunión caníbal suplico,
génesis en el otro.

Nadie quiere comerme,
enferma estoy de amor.
 
Breve comentario
 
Es inimaginable cómo será el reino de los cielos. Para adaptarse a nuestra limitada razón, el Señor utiliza la imaginería de un gran festín del cual somos invitados. Con ser una metáfora muy plástica, no deja de ser muy pobre, pues el cielo es algo infinitamente superior a un banquete placentero. La gloria de Dios es un gozo que supera todo lo que el hombre pueda concebir, entender e imaginar desde su propia racionalidad. En la misa que he acudido esta mañana el sacerdote lo ha descrito de un modo muy sucinto y a la vez muy acertado. El reino de los cielos será la satisfacción de nuestros anhelos más profundos, aquí insatisfechos. Huelga decir que tales anhelos no tienen nada que ver con nuestras fantasías egoístas o materialistas, sensuales o hedonistas de cualquier tipo (que nos toque la lotería o una gran herencia, comprarse un coche mejor, etc.). Esos no son los anhelos más profundos; si acaso son las deformaciones o compensaciones que buscamos cuando aquellos anhelos sabemos que son inalcanzables. El dinero, el sexo, la riqueza material o el éxito social son vías por las cuales el alma herida intenta consolarse olvidando u ocultando sus daños y vacíos más íntimos.
 
El anhelo más profundo del ser humano, el que nos constituye como tales hombres y mujeres, es amar y ser amado. Todos hemos pasado por la experiencia de que nos hemos querido dar a alguien que de algún modo amábamos, y hemos sentido, si no rechazo, sí frialdad, distancia, incomunicación esencial, indiferencia. Todos hemos sentido alguna vez que hemos puesto toda la carne en el asador en alguna empresa a la que nos entregamos con ilusión, y nadie nos acompañó, nadie apoyó aquella nuestra apuesta limpia y sincera. Estas son heridas profundas (mucho más graves si cabe cuando ocurren en la infancia) porque nuestra entrega parece caer en el vacío. Es doloroso rehacerse de semejantes fracasos, pues por lo general en tales situaciones el hombre cae en la tentación de desvalorizarse, de sentir que su persona es de escasa valía, inadecuada. Por desgracia, el ser humano ante graves frustraciones busca salidas falsas que son las que la sociedad sanciona en sus diversas formas de hedonismo escapista. El final de todo este proceso dañino es el replegamiento del alma sobre sí misma (estrictamente el ego-ísmo), la falta de apertura, el escepticismo existencial, el nihilismo cotidiano del que tiende a no creer en nada o en nadie o sólo de un modo superficial, como protegiéndose las espaldas en espera de una nueva herida, como el boxeador que, ante la previsible lluvia de golpes, encoge los hombros, sube la guardia y oculta el rostro entre sus puños, mientras pega sus brazos a los costados para protegerse los flancos. Y ciertamente en un mundo como éste es difícil evitar no vivir como esperando el golpe. Y peor si cabe es vivir golpeando, con furia, con rabia, con la muerte nuestra que proyectamos en el otro.
 
Sin embargo, el reino de los cielos es lo opuesto a toda esta mundanidad de pecado e incomprensión que nos rodea. Nadie sabe cómo será, pero sabemos por revelación divina que es el reino de la comunión del Creador con sus criaturas, la unión gozosa, plena, de las almas, la confianza y la apertura absolutas, sin condiciones, sin límites, franca como la sonrisa más limpia que podamos imaginar, como la mirada más acogedora que nunca nadie nos dirigió. Eso debe de ser, en efecto, estar en la gloria. 

Lo que hay detrás de la idea del banquete del rey que celebra las bodas de su hijo no es simplemente la idea de gozo y alegría que una experiencia semejante implica. El gozo es un momento posterior al origen que lo produce o del que nace: la entrega de Dios a sus criaturas, la donación de sí, que sólo puede realizarse por amor. El rey es Dios Padre, y el hijo que se casa es el Señor. Pero, ¿con quién se casa? Con nosotros, sus criaturas. Si nosotros aceptamos su invitación, nos espera el gozo infinito de contemplarle, del infinito placer de estar con el amado en mutua entrega, de unirnos al máximo Bien, a la máxima Belleza, a la máxima Verdad por las cuales todos hemos llegado a ser sus criaturas. Es verdad que las bodas del Hijo se realizan en el altar de la Cruz, de la renuncia de la propia grandeza, modelo de vida que debemos hacer nuestro para poder entrar en el banquete del rey. ¿Y cómo nos invita el rey a tan maravilloso banquete? Imitando al hijo: casándonos con Él, es decir, entregando por amor nuestro yo, renunciando al mismo, reconociendo que todo lo que somos se lo debemos a Él. El que es invitado y dice sí a la invitación está dando un sí al rey y a su hijo, a la actitud de ofrecernos al otro por amor. Sólo así podremos gozar de semejante banquete, sólo así nuestro aspecto será de una belleza inmarcesible. El invitado que va vestido vulgarmente es aquel que no valora el amor que recibe, que lo desprecia o pretende disfrutarlo de forma mezquina y egoísta, es decir, pretende tratar al rey y al hijo con la mentalidad mundana y egoísta que nos solemos gastar aquí abajo. En esa actitud no hay boda ninguna, ni comunión, ni vida. Este comensal, despreciando el Bien, la Verdad y la Belleza, se expulsa él solo antes que lo haga el mismo Señor.
 
El poema de Clara Janés hace referencia a la esencia del amor: la entrega absoluta, incondicional. Y también al destino que muchas veces hemos padecido o padecemos todos cuando nadie valora ese abandono de sí, esa ilusión de vida. Que nunca dejemos, a pesar de los muchos desencuentros y soledades, estar enfermos de amor, pues nuestra esperanza no está puesta en las satisfacciones más o menos banales que el mundo proporciona, sino en el reino de Dios que nos espera si sabemos perseverar en este darse en medio de las cruces de incomprensión y soledad de cada día. Que el Señor nos conceda esta fuerza.

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