lunes, 14 de marzo de 2016

Lecturas del día, lunes, 14 de marzo. Poema "Salmo I" de Miguel de Unamuno. Breve comentario

Primera lectura
Lectura del libro de Daniel (13,1-9.15-17.19-30.33-62):

En aquellos días, la asamblea condenó a Susana a muerte. Susana dijo gritando:
- «Dios eterno, que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo que su maldad ha inventado contra mí».
Y el Señor escuchó su voz.
Mientras la llevaban para ejecutarla, Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; este dio una gran voz:
- «Yo soy inocente de la sangre de esta»
Toda la gente se volvió a mirarlo, y le preguntaron:
- «¿Qué es lo que estás diciendo?».
El, plantado en medio de ellos, les contestó:
- «Pero, ¿estáis locos, hijos de Israel? ¿Conque, sin discutir la causa ni conocer la verdad condenáis a una hija de Israel? Volved al tribunal, porque esos han dado falso testimonio contra ella».
La gente volvió a toda prisa, y los ancianos le dijeron:
- «Ven, siéntate con nosotros y explícate, porque Dios mismo te ha dado la ancianidad».
Daniel les dijo:
- «Separadlos lejos uno del otro, que los voy a interrogar yo».
Cundo estuvieron separados el uno del otro, él llamó a uno de ellos y le dijo:
- «¡Envejecido en años y en crímenes! Ahora vuelven tus pecados pasados, cuando dabas sentencias injustas condenando inocentes y absolviendo culpables, contra el mandato del Señor: "No matarás al inocente ni al justo". Ahora, puesto que tú la viste, dime debajo de qué árbol los viste abrazados».
El respondió:
- «Debajo de una acacia»
Respondió Daniel:
- «Tu calumnia se vuelve contra ti. Un ángel de Dios ha recibido ya la sentencia divina y te va a partir por medio».
Lo apartó, mandó traer al otro y le dijo:
- «¡Hijo de Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón. Lo mismo hacíais con las mujeres israelitas, y ellas por miedo se acostaban con vosotros; pero una mujer judía no ha tolerado vuestra maldad. Ahora dime: ¿bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?».
El contestó:
- «Debajo de una encina».
Replicó Daniel:
- «Tu calumnia también se vuelve contra ti. El ángel de Dios aguarda con la espada para dividirte por medio.
Y así acabará con vosotros».
Entonces toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron.
Aquel día se salvó una vida inocente.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 22,1-3a.3b-4.5.6

R/.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo


El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R.

Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R.

Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mí copa rebosa. R.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Juan (8,12-20):
En aquel tiempo, Jesús les habló otra vez a los fariseos diciendo: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida». Los fariseos le dijeron: «Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale». Jesús les respondió: «Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí». Entonces le decían: «¿Dónde está tu Padre?». Respondió Jesús: «No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre». Estas palabras las pronunció junto al arca de las ofrendas, mientras enseñaba en el Templo. Y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora.

Palabra del Señor

Poema:
Salmo I de Miguel de Unamuno

Señor, Señor, ¿por qué consientes
que te nieguen ateos?
¿Por qué, Señor, no te nos muestras
sin velos, sin engaños?
¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda,
duda de muerte?
¿Por qué te escondes?
¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia
de conocerte,
el ansia de que existas,
para velarte así a nuestras miradas?
¿Dónde estás, mi Señor; acaso existes?
¿Eres tú creación de mi congoja,
o lo soy tuya?
¿Por qué Señor nos dejas
vagar sin rumbo
buscando nuestro objeto?
¿Por qué hiciste la vida?
¿Qué significa todo, qué sentido
tienen los seres?
¿Cómo del poso eterno de las lágrimas,
del mar de las angustias,
de la herencia de penas y tormentos
no has despertado?
Señor, ¿por qué no existes?
¿Dónde te escondes?
¡Te buscamos, y te hurtas;
te llamamos, y callas;
te queremos, y Tú, Señor, no quieres
decir: vedme, mis hijos!
Una señal, Señor, tan sólo,
una que acabe
con todos los ateos de la tierra;
una que dé sentido
a esta sombría vida que arrastramos.
¿Qué hay más allá, Señor, de nuestra vida? 
Si Tú, Señor, existes,
¡di por qué y para qué, di tu sentido!
¡Di por qué todo!
¿No pudo bien no haber habido nada,
ni Tú, ni mundo? 
Di el porqué del porqué, ¡Dios de silencio!
Está en el aire todo,
no hay cimiento ninguno
y todo vanidad de vanidades.
“Coge el día”, nos dice
con mundano saber aquel romano
que buscó la virtud fuera de extremos,
medianía dorada
e ir viviendo... ¿qué vida?
“Coge el día”, y nos coge
ese día a nosotros,
y así, esclavos del tiempo, nos rendimos.
¿Tú, Señor, nos hiciste
para que a ti te hagamos,
o es que te hacemos
para que Tú nos hagas?
¿Dónde está el suelo firme, dónde?
¿Dónde la roca de la vida, dónde?
¿Dónde está lo absoluto?
¡Lo absoluto, lo suelto, lo sin traba
no ha de entrabarse
ni al corazón ni a la cabeza nuestra!
Pero... ¿es que existe?
¿Dónde hallaré sosiego?
¿Dónde descanso?
¡Fantasma de mi pecho dolorido;
proyección de mi espíritu al remoto
más allá de las últimas estrellas;
mi yo infinito;
sustanciación del eternal anhelo;
sueño de la congoja;
Padre, Hijo del alma;
oh, Tú, a quien negamos afirmando
y negando afirmamos,
dinos si eres!
¡Quiero verte, Señor, y morir luego,
morir del todo;
pero verte, Señor, verte la cara,
saber que eres!
¡Saber que vives!
¡Mírame con tus ojos,
ojos que abrasan; 
mírame y que te vea!
¡Que te vea, Señor, y morir luego!
Si hay un Dios de los hombres, 
el más allá, ¿qué nos importa, hermanos?
¡Morir para que Él viva,
para que Él sea!
Pero, ¡Señor, “yo soy” dinos tan sólo,
dinos “yo soy” para que en paz muramos,
no en soledad terrible, 
sino en tus brazos!
¡Pero dinos que eres,
sácanos de la duda
que mata al alma!
Del Sinaí desgarra las tinieblas
y enciende nuestros rostros
como a Moisés el rostro le encendiste;
baja, Señor, a nuestro tabernáculo,
rompe la nube,
desparrama tu gloria por el mundo
y en ella nos anega;
¡que muramos, Señor, de ver tu cara,
de haberte visto!
“Quien a Dios ve se muere”,
dicen que has dicho Tú, Dios de silencio;
¡que muramos de verte
y luego haz de nosotros lo que quieras!
¡Mira, Señor, que va a rayar el alba
y estoy cansado de luchar contigo
como Jacob lo estuvo!
¡Dime tu nombre!,
¡tu nombre, que es tu esencia!,
¡dame consuelo!,
¡dime que eres!
¡Dame, Señor, tu espíritu divino,
para que al fin te vea!
El espíritu todo lo escudriña
aun de Dios lo profundo.
Tú sólo te conoces,
Tú sólo sabes que eres. 
¡Decir “yo soy!” ¿Quién puede a boca llena
sino Tú sólo?
¡Dinos “yo soy”, Señor, que te lo oigamos, 
sin velo de misterio,
sin enigma ninguno!
Razón del Universo, ¿dónde habitas?
¿Por qué sufrimos?
¿Por qué nacemos?
Ya de tanto buscarte
perdimos el camino de la vida,
el que a ti lleva
si es, ¡oh mi Dios!, que vives.
Erramos sin ventura,
sin sosiego y sin norte,
perdidos en un nudo de tinieblas,
con los pies destrozados,
manando sangre,
desfallecido el pecho,
y en él el corazón pidiendo muerte.
Ve, ya no puedo más, de aquí no paso,
de aquí no sigo,
aquí me quedo;
yo ya no puedo más, ¡oh Dios sin nombre!
Ya no te busco,
ya no puedo moverme, estoy rendido;
aquí, Señor, te espero,
aquí te aguardo,
en el umbral tendido de la puerta
cerrada con tu llave.
Yo te llamé, grité, lloré afligido,
te di mil voces;
llamé y no abriste,
no abriste a mi agonía;
aquí, Señor, me quedo,
sentado en el umbral como un mendigo
que aguarda una limosna;
aquí te aguardo.
Tú me abrirás la puerta cuando muera,
la puerta de la muerte,
y entonces la verdad veré de lleno,
sabré si Tú eres
o dormiré en tu tumba. 

Breve comentario

Hagamos esta vez de abogados del diablo. Realmente era díficil creer a aquel joven carpintero de Nazaret. Decir de sí mismo que era el Hijo de Dios resultaba algo verdaderamente inadmisible e inaudito para aquellos fariseos (aún los judíos rechazan que lo sea). «¿Dónde está tu Padre?», le preguntan, no sin razón.

Y es que Dios tiene una forma muy peculiar de manifestarse. O al menos así nos parece a nuestra mentalidad. Si bien lo pensamos, es algo prodigioso que surjamos de un origen remoto; que ese origen sea de naturaleza divina; que de tal naturaleza participamos en algún grado, participación que nos hace añorar aquella plenitud de la que carecemos; que el acto de crearnos es una manifestación amorosa de ese Dios de los orígenes; que el amor de Dios hacia sus criaturas exige e implica que éstas han recibido el ser para cumplir una misión, es decir, que toda vida humana tiene un fin último, un sentido trascendente; que para ayudar al hombre a cumplir ese objetivo inscrito en su misma existencia, Dios quiere hacerse hombre; que para que esa ayuda y sostenimiento de Dios a sus criaturas sea máximo, hace pasar a su Hijo (hombre y Dios, no lo olvidemos) por toda suerte de pruebas y sufrimientos, incluso la de una muerte atroz; y que tras esa encarnación en todo humana salvo en el pecado, vence a la muerte resucitando, para expresar con toda rotundidad la verdad de su poder, de su amor por los hombres y la posibilidad de nuestra salvación como voluntad de Dios. Ciertamente, esto es demasiado para ser creído sin más. No podemos negar que están justificadas las preguntas, inquisiciones y quejas de Unamuno al Señor, que todos nos hemos planteado más de una vez, también los santos más acendrados y los justos de más sólido equilibrio.

Y, sin embargo, para esto se encarnó Dios en la Persona de su Hijo, para hacernos más accesible el reino de amor infinito del Padre que quiere reservarnos para todos. Comprendamos la incredulidad de los fariseos, y también de los hombres actuales, pues el amor de Dios es una pura locura, bendita locura que no podemos entender en absoluto. Cuando se va cayendo en la cuenta de nuestra miseria, de nuestra poquedad, y, desde esa conciencia, comenzamos a abrirnos a la experiencia de que todo es un don, todo: la vida, no sólo por sus alegrías, sino también por sus dificultades, entonces podemos vislumbrar siquiera el amor de Dios como el regalo más inmerecido que apenas sabremos nunca agradecer lo suficiente. Sólo así podrán parecernos banales las preguntas de Unamuno, pues ya no nos harán falta planteárnoslas. A nuestro corazón le irá ganando una serenidad creciente (nunca completa) y una seguridad en este conocimiento de Dios, en esta vivencia de su amor y de su presencia, que, aunque intangible, acaba siendo la más evidente de ellas.

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