domingo, 8 de julio de 2018

Lecturas del día, domingo, 8 de julio. Poema "Como Moisés es el viejo" de Vicente Aleixandre. Breve comentario

Primera lectura
Lectura de la profecía de Ezequiel (2,2-5):

En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía: «Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día. También los hijos son testarudos y obstinados; a ellos te envío para que les digas: "Esto dice el Señor." Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 122, 1-2a. 2bcd. 3-4
 
R/. Nuestros ojos están en el Señor,
esperando su misericordia


A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores. R/.

Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. R/.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos. R/.

Segunda lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,7b-10):

Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.» Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Palabra de Dios

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,1-6):

En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

Palabra del Señor

Poema:
Como Moisés es el viejo de Vicente Aleixandre 

Como Moisés en lo alto del monte.
 
Cada hombre puede ser aquél
y mover la palabra y alzar los brazos
y sentir cómo barre la luz de su rostro,
el polvo viejo de los caminos.
 
Porque allí está la puesta.
Mira hacia atrás: el alba.
Adelante: más sombras. ¡Y apuntaban las luces!
Y él agita los brazos y proclama la vida,
desde su muerte a solas.
 
Porque como Moisés, muere.
No con las tablas vanas y el punzón, y el rayo en las alturas,
sino rotos los textos en la tierra, ardidos
los cabellos, quemados los oídos por las palabras terribles,
y aún aliento en los ojos, y en el pulmón la llama,
y en la boca la luz.
 
Para morir basta un ocaso.
Una porción de sombra en la raya del horizonte.
Un hormiguear de juventudes, esperanzas, voces.
Y allá la sucesión, la tierra: el límite.
Lo que verán los otros. 

Breve comentario

Dice el refranero castellano que donde hay confianza, da asco. La confianza que da la proximidad no es que sea enemigo de lo bueno, sino que dificulta reconocerlo. No siempre se observa mejor algo si estamos demasiado cerca. Cuando miramos un objeto de gran tamaño, suele ser lo adecuado hacerlo a cierta distancia. Más aún ocurre con las personas. A veces, de alguien nos impresiona sus rasgos más comunes o vulgares, físicos o de personalidad, y no atendemos o ni siquiera percibimos otras dimensiones de su realidad que, sin embargo, nos muestra igualmente. Y a veces ocurre que pasa alguien grande a nuestro lado y no nos damos cuenta, o lo confundimos con la pequeñez en la que nos movemos. Todo el mundo proyecta en su mirada lo que lleva en su interior. Si esto se hace de un modo generalizado, la persona se vuelve ciega para juzgar la realidad que le rodea.

Vivimos una época contradictoria. Por un lado, se promueve el individualismo más exacerbado. Pasear por la calle hoy de cualquier ciudad de Occidente es contemplar un desfile de egos exaltados, de ridículos narcisismos enfáticos, tan hueros en fondo como hinchados en vanidad, defensores de la libertad de su propio egoísmo, aislados entre sí a pesar de pertenecer a todas las redes sociales, y compartir de forma compulsiva lo que sólo es apariencia, sed, vacío y nada. Cuánta gente vive literalmente sola hoy en día, divorciados, personas que no encontraron a quien amar o que no han querido amar... Por otro, nos dicen, según el paradigma del igualitarismo más humanista, que todos debemos ser iguales: iguales en derechos, iguales en oportunidades, iguales... en la igualdad. La justicia, el progreso, el bien común pasan por que seamos iguales. También iguales en lo que debemos compartir, en la moral vigente, en la opinión polìticamente sancionada como correcta, iguales en lo que debemos rechazar, en los que debemos defender, etc., etc., etc. Pero lo cierto es que el hombre, cada hombre, es una realidad única, distinta de las demás personas, pero que a la vez comparte con todos aquello que le hace ser precisamente lo que es, ser humano. Siendo únicos como individuos, nuestra naturaleza nos hace ser iguales en humanidad. 

Saber ver en lo que nos rodea lo valioso, y distinguirlo de lo accidental o incluso de lo dañino, puede ser la capacidad más fácil de adquirir, o, al contrario, parecer una conquista imposible de alcanzar. La facilidad o no de esta habilidad, por decirlo así, va a depender del modo en que nos apeguemos a nuestras propias debilidades. Lo débil siempre es lo fácil. El envidioso envidiará con la misma facilidad con que respira, el avaro tenderá a la avaricia como el hierro al imán, y, en general, lo pequeño tenderá a lo pequeño como su hábitat más grato. Así, cuando se nos presenta lo verdaderamente grande, lo que nos hace dudar, lo que nos pone en crisis, lo que nos sacude en nuestras certidumbres y seguridades, lo solemos llenar con nuestras pequeñeces, con nuestros juicios que nos consuelan de esa realidad nueva tan incómoda. Intentamos convertirlo en algo que podamos entender: pretendemos empequeñecer con nuestras debilidades y a la dimensión de nuestras debilidades lo que no lo es.

No somos burbujas de ego preocupadas masturbatoriamente en darse satisfacción sin fin. Tampoco somos iguales más que en lo esencial. Por ello debemos estar siempre atentos al bien que anhelamos, a nuestras necesidades más íntimas de verdad y de belleza: debemos estar abiertos siempre a la presencia de aquello que nos otorga auténtica plenitud. Estar abiertos a lo esencial es el inicio del camino para dejar de ser pequeños y poder ser profetas incluso en nuestra tierra, en esta tierra.

Que Dios nos conceda ese don de percibirle en los otros, y de ser portadores de su presencia para los demás. Como dice el poeta, cada hombre puede serlo.   

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