miércoles, 29 de agosto de 2018

Lecturas del día, miércoles, 29 de agosto. Poema "Lecciones de buen amor" de Ángel González

Primera lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (3,6-10.16-18):

En nombre de nuestro Señor Jesucristo, hermanos, os mandamos: no tratéis con los hermanos que llevan una vida ociosa y se apartan de las tradiciones que recibieron de nosotros. Ya sabéis cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo: no vivimos entre vosotros sin trabajar, nadie nos dio de balde el pan que comimos, sino que trabajamos y nos cansamos día y noche, a fin de no ser carga para nadie. No es que no tuviésemos derecho para hacerlo, pero quisimos daros un ejemplo que imitar. Cuando vivimos con vosotros, os lo mandamos: El que no trabaja, que no coma. Que el Señor de la paz os dé la paz siempre y en todo lugar. El Señor esté con todos vosotros. La despedida va de mi mano, Pablo; ésta es la contraseña en toda carta; ésta es mi letra. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 127,1-2.4-5

R/.
Dichosos los que temen al Señor

Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (23,27-32):

En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crímenes. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: "Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas"! Con esto atestiguáis en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!»

Palabra del Señor

Poema:
Lecciones de buen amor de Ángel González 

Se amaban.
No demasiado jóvenes ni hermosos,
algo marcados ya por la fatiga
de convivir durante aquellos años,
una alimentación con excedentes
de azúcar y de grasa había dañado
su silueta,
desdibujando la esbeltez del cuello,
añadiendo volúmenes al vientre
y cierta pesadez de las caderas.
Pero se amaban y se mantenían
juntos. Juntos se les veía
en la misa de doce, los domingos,
ella con su astracán y sus carrillos
empastados en rosa, él con su aire
de hombre abstraído y su corbata 
de seda natural, made in Italia.
Juntos con otros seres también juntos
pasaban las veladas de la tarde
exponiendo al unísono 
idénticas creencias,
defendiendo los mismos ideales,
atacando los vicios más comunes:

Creemos que el señor subsecretario
nos dará la licencia antes de junio;
en calidad de prestatario, pienso
que lo ideal, sin duda, es la hipoteca;
pero la juventud, y eso es lo grave,
gusta del pecado incluso al aire libre.

Juicios así de firmes, compartidos
sin una indecisión en la mirada,
y ese estar siempre juntos, sin tocarse

(mas tan compenetrados y corteses,
tan medidos sus justos ademanes,
tan comedidos sus bostezos entre
pasta y taza de té o pausa y pausa,
que parecía que toda su historia
conyugal sólo era
un largo ensayo general, pensando
en la ovación final de las visitas)

y ese estar cotidiano sin tocarse,
repito, pero juntos,
irreparable, tenazmente próximos
como mandan la Epístola y las Leyes,
acreditaba ahora ante los hombres
lo que un distante día
había consagrado un sacramento:
era evidente y claro que se amaban,
y su amor era ejemplo para algunos,
admiración de todos, 
comentario obligado en las ausencias 
inmediatas, cuando en los recintos
el ambiente quedaba liberado
del volumen espeso de su carne
(que persistía, no obstante, de algún modo
en el rastro de olores
-Chanel número cinco y halitosis-
volados de sus cuerpos, y en las frases
ligeramente desvaídas
con las que su partida era glosada:
han engordado más, pero se aman;
una lástima el lazo del sombrero;
aunque, de todas formas,
un amor semejante no es frecuente)

del volumen, decía, de su carne
húmeda y abundante, trasladada
solemnemente por las piernas
cortas hasta el asiento
delantero de un coche americano
donde, a solas, pensaban
en esa cosa extraña que es la vida
y se veían
tal como eran por dentro, justamente,
con toda exactitud el uno al otro, (1)
pasando
mental revista a un asco introvertido
en la letal penumbra de las glándulas
y a un mutuo horror basado en experiencias
más lúcidas -no mucho más, es lógico.
                                                        Pero
no se lo decían nunca, porque
-como afirmaban todos sus amigos-
¡se amaban tanto, tanto, tanto!


(1)           Y en efecto, era así.
Respecto a él, ella sabía
su egoísmo, que sólo le dolía
-o mejor, le dolió- algunas veces
con ocasión de aquellas cosas
-hablo de gente bien, téngase en cuenta-
que se hacen en el lecho los domingos
por la mañana,
antes del desayuno
y tras el primer llanto de los niños.
No ignoraba tampoco
la complicada trama de su alma
cuya blanda envoltura permitía
advertir los punzantes materiales
que formaban su núcleo oscuro y frío:
puñales de violencia hundidos, yertos
en la ceniza de su cobardía,
vergüenzas hechas vidrio, inhibiciones
envenenadas como flechas viejas,
agujas de impotencia, roído todo
por la herrumbre de un odio que a nadie perdonaba.

En cuanto a ella, él conocía
su estupidez congénita, acentuada
posteriormente en largos internados
-oraciones, solfeo y acuarela-
en los que, con la pausa
de húmedos veraneos en el norte,
su personalidad fue madurando,
cubriéndose de costras, retorciéndose
hasta quedar así: excipiente inocuo
-o secreción balsámica de sus mismas heridas-
emulsionado con dos partes
semejantes de gula y de codicia,
y perfumado
por una firme, extensa,
ciega adhesión al culto de dulía:
Estanislao de Koskas, santa Gema,
la venerable madre Rafols, y otros
héroes y heroínas de la Iglesia Triunfante,
ocupaban las horas
inevitablemente desprovistas
de sentido, que median
entre la mermelada y la menestra, y luego
las más lentas y turbias, señaladas
con un especial énfasis por todos los relojes,
fatalmente abocadas
a la succión de chocolate, poco
antes de que las sombras del crepúsculo
propicien
el rosario en familia, y la amarilla
luz eléctrica manche las paredes
de la sala, y sea
necesario pensar:

en la cena y la compra de mañana. 

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