domingo, 17 de diciembre de 2017

Lecturas del día, domingo, 17 de diciembre, 3º de Adviento. Poema "Alegría" de Juan Ramón Jiménez. Breve comentario


Primera lectura

Lectura del libro de Isaías (61,1-2a.10-11):

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.

Palabra de Dios

Salmo

Lc 1,46-48.49-50.53-54

R/.
Me alegro con mi Dios

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones. R/.

Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación. R/.

A los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia. R/.

Segunda lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (5,16-24):

Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

Palabra de Dios

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
Él dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

Palabra del Señor

Poema:
Alegría de Juan Ramón Jiménez 

Tengo en mí
—¡alegría!—
serlo todo
—aunque ello no quiera—,
comprendiéndolo.


—Y sí quiere
—¡alegría!—
porque la comprensión hace inclinar a todo
la frente dulce,
caer en una entrega de regazo.—


¡Comprensión, amor hondo,
amor perfecto y solo,
—¡alegría!—,
amor intelijente,
amor irresistible!


Breve comentario

El tercer domingo de Adviento es el de la espera alegre, el denominado "Gaudete" (en latín, ¡Alegraos!). Esperamos la venida inminente del Señor, que no es una simple visita de cortesía, sino un anonadamiento de amor por el que Dios se hace hombre para salvarnos de nuestra debilidad. No es tampoco un mero acercamiento: es hacerse como nosotros, simples criaturas, pero manteniendo su naturaleza divina y su poder para transformar por su acción la realidad. Ese poder, ese ser hombre siendo Dios se va a mostrar de un modo paradójico, como inaudito es ese transformarse el Creador en criatura. Por ser Dios estará libre de pecado, pero por ser hombre padecerá y será tratado como tal por los demás hombres. Cuando se presente ante ellos, ante nosotros, como el verdadero Dios, lo tratarán como solemos tratar a los peores delincuentes, impostores o blasfemos.

Quiso Dios que su hacerse hombre fuera un proceso hasta sus últimas consecuencias, salvo, insisto, en aquello que contradice su naturaleza divina, el pecado. Así, nacerá como hombre del modo en que celebraremos la próxima semana. Nuestra alma no puede comprender un acto de amor tan inmenso. Que el Infinito se haga criatura es el amor más alto que cabe imaginar, un maravilloso misterio insondable. Que la Causa Primera nos ame de ese modo, nos debe llenar de una alegría en verdad desbordante. Aunque no podamos comprender semejante infinitud de gracia y entrega. La alegría es el sentimiento que nos inunda ante algo que es bueno, bello, verdadero. No hace falta conocer al detalle el objeto que nos provoca este estado de plenitud.

Sin embargo, la alegría es un modo de acercarse al misterio. Y la reacción del hombre ante el misterio no sólo es afectiva (miedo, alegría, inquietud, esperanza, amor...) o volitiva (decidir acercarse o huir, mantenerse indiferente...), sino que suele excitar el hambre de conocimiento que nos caracteriza. Qué sencillamente hermoso es el diálogo que entablan los sacerdotes con Juan. Le preguntan quién es, qué representa, por qué llama a la conversión, de qué índole es el bautismo que realiza... Es normal estas actitudes ante lo que desconocemos. Pero el misterio de Dios apenas puede ser descrito más que por analogía, casi, diría, de forma poética. No es el Mesías, no es Elías, tampoco es el Profeta esperado: es la voz que grita en el desierto. Juan es aquel que anuncia al que ha de venir, el Mesías, el Salvador. Pero su anuncio no sólo comunica un hecho inminente: es preparación a su venida, llamada a la conversión, a limpiar nuestro corazón y nuestra mirada de todo aquello que nos impediría reconocerle como el Hijo de Dios redentor. Qué mejor momento que éste para acercarse al sacramento de la Confesión.

Reparemos en un hecho que parece secundario y, sin embargo, es central en el mensaje evangélico: voz que grita en el desierto lo podemos ser todos; es más, estamos llamados a serlo. Dios nos ha dado la voz para comunicar nuestras realidades humanas, para compartirlas y también para darlas a conocer. Y el desierto también nos lo ha concedido por medio de nuestra débil naturaleza. Mucho más extenso y hostil que el desierto del Sáhara es el desierto de nuestra alma dominada por el pecado. Las sociedades humanas, todas ellas, son, en mayor o menor medida, desiertos del corazón humano. Juan fue, en efecto, el último profeta, pues tras él hizo aparición el Señor. Pero Juan encarna la misión que todo cristiano debe cumplir de un modo u otro, según los carismas concedidos, en todo tiempo y circunstancia. Juan podemos ser y, en cualquier caso, debemos ser todos para aquellos que no conocen al Señor, al Señor que vino, al que está, al que no se marcha nunca, al que nos espera, al que actúa, al que nos ve con su mirada de amor, al que le duelen nuestras cegueras y traiciones. En este tiempo litúrgico nos preparamos para el hecho grandioso de amor de que Dios, encarnándose en el vientre de María y naciendo de ella como cualquier niño, se hace hombre entre los hombres. Y una vez que ha venido, ya no se ha marchado nunca. Pero el desierto del mundo ya no lo sabe ver. Navidad en verdad es siempre, pues el Señor, aunque ya no en forma de niño recién nacido, nunca deja de venir.

A Juan se le suele describir como un ser torturado, desgarrado, apasionado por una intensísima presencia de Dios en su vida. Pero su ascésis, su austerísima vida, su entrega total está presidida e impulsada por una alegría desbordante. Es cierto que el entorno árido y hostil le empuja a la soledad, al abandono, al grito que clama en un mundo que no entiende más que de intereses mezquinos y no de la verdad, del amor, de la salvación del alma; pero la alegría de sentir la presencia del Señor debió de ser inmensa en su vida. Seamos voces que gritan la presencia del Señor, su venida imperecedera en este desierto. Y hagámoslo con la pasión y con la alegría con la que Dios nos va asistiendo a pesar o en medio de nuestros desiertos propios y ajenos. Y preparémonos a recibirlo de nuevo en nuestro corazón.

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