martes, 30 de enero de 2018

Lecturas del día, martes, 30 de enero. Poema "Como si nunca hubiera sido mía..." de Claudio Rodríguez. Breve comentario

Primera lectura

Lectura del segundo libro de Samuel (18,9-10.14b.24-25a.30–19,3):

En aquellos dias, Absalón fue a dar en un destacamento de David. Iba montado en un mulo, y, al meterse el mulo bajo el ramaje de una encina copuda, se le enganchó a Absalón la cabeza en la encina y quedó colgando entre el cielo y la tierra, mientras el mulo que cabalgaba se le escapó.
Lo vio uno y avisó a Joab: «¡Acabo de ver a Absalón colgado de una encina!»
Agarró Joab tres venablos y se los clavó en el corazón a Absalón. David estaba sentado entre las dos puertas. El centinela subió al mirador, encima de la puerta, sobre la muralla, levantó la vista y miró: un hombre venía corriendo solo.
El centinela gritó y avisó al rey. El rey dijo: «Retírate y espera ahí.» Se retiró y esperó alli.
Y en aquel momento llegó el etíope y dijo: «¡Albricias, majestad! ¡El Señor te ha hecho hoy justicia de los que se habían rebelado contra ti!»
El rey le preguntó: «¿Está bien mi hijo Absalón?»
Respondió el etíope: «¡Acaben como él los enemigos de vuestra majestad y cuantos se rebelen contra ti!»
Entonces el rey se estremeció, subió al mirador de encima de la puerta y se echó a llorar, diciendo mientras subía: «¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! iHijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!»
A Joab le avisaron: «El rey está llorando y lamentándose por Absalón.»
Así la victoria de aquel día fue duelo para el ejército, porque los soldados oyeron decir que el rey estaba afligido a causa de su hijo. Y el ejército entró aquel día en la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huído del combate.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 21,26b-27.28.30.31-32

R/.
Te alabarán, Señor, los que te buscan

Cumpliré mis votos delante de sus fieles.
Los desvalidos comerán hasta saciarse,
alabarán al Señor los que lo buscan:
viva su corazón por siempre. R/.

Lo recordarán y volverán al Señor
hasta de los confines del orbe;
en su presencia se postrarán las familias de los pueblos.
Ante él se postrarán las cenizas de la tumba,
ante él se inclinarán los que bajan al polvo. R/.

Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá,
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
todo lo que hizo el Señor. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Marcos (5,21-43):

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo en barca a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y, al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos, y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado.
Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron: «Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha tocado?"»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.
Él le dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: «Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: «No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.
Entró y les dijo: «¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le djo: «Talitha qumi» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

Palabra del Señor
 
Poema:
"Como si nunca hubiera sido mía..." de Claudio Rodríguez
 
Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Ni a la rama tan sólo abril acude
ni el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién podría decir que es suyo el viento,
suya la luz, el canto de las aves
en el que esplende la estación, más cuando
llega la noche y en los chopos arde
tan peligrosamente retenida?
¡Que todo acabe aquí, que todo acabe
de una vez para siempre! La flor vive
tan bella porque vive poco tiempo
y sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega. Invierno, aunque
no esté detrás la primavera, saca
fuera de mí lo mío y hazme parte,
inútil polen que se pierde en tierra
pero ha sido de todos y de nadie.
Sobre el abierto páramo, el relente
es pinar en el pino, aire en el aire,
relente sólo para mi sequía.
Sobre la voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio este del cuerpo, este
de no poder ser hostia para darse.

Breve comentario

Quizá sean las curaciones que realiza el Señor los momentos en los que mejor se observa la profunda unidad de las tres virtudes teologales: la fe y la esperanza desembocan indefectiblemente en el amor. Las tres suponen una radical apertura del corazón hacia la fuente de las mismas. Y el Señor premia con su entrega la entrega de quienes han creído en Él. Entrega que es de amor, que cura, que salva, que resucita, que hace renacer. 
 
Cuando logramos amar se produce un milagro que es hacernos en espíritu como el objeto amado. Cuando amamos al Señor (no simplemente cuando queremos que nos conceda esto o lo otro), es decir, cuando le entregamos nuestro corazón y nuestra voluntad, logramos de algún modo ser uno con Él. Así, nuestra fe, que sólo es nuestra por gracia de Dios, nos levanta de las muertes cotidianas que nos circundan. La fe y la esperanza son las actitudes del alma que nos hacen salir al encuentro de Dios, que hacen ese encuentro posible; y desde el mismo, ya todo es posible. En las curaciones y resurrecciones milagrosas que obra el Señor se expresan todas las curaciones y resurrecciones de nuestras almas dañadas por el pecado y por la muerte. El mayor milagro es ese encuentro entre la criatura y el Creador que nunca será baldío o sin efectos. Si quien busca, halla; si quien llama, se le atiende, nos señala que el Señor está presto a responder las necesidades de nuestra alma cuando se expresan con la verdadera apertura de la fe y la esperanza. Y de ellas, nacerá el encuentro; y el encuentro es la imagen misma, el fenómeno real del amor realizado.

En el bellísimo poema de Claudio Rodríguez, cuyo final es uno de los más excelsos que conozco, se expresa esta misma verdad. El poeta creció en íntimo contacto con el recio paisaje castellano de Zamora. La sobria y áspera belleza de aquellos parajes le marcó. Es una experiencia muy común atisbar la presencia de Dios en la armonía de su creación. La sensibilidad abierta de Claudio, trasparente y límpida como la de un niño (algo que logró conservar durante toda su vida), le hizo conocedor de la profunda unidad de todo lo que existe. Y esa unidad en él se expresa de forma cuasi mística; diría incluso eucarística: el paisaje, la belleza que contempla como un regalo, es un inmenso escenario de entrega amorosa, donde todo se da a todo para concluir en la armonía contemplativa de un amor tan cotidiano y anónimo como excelso en su expresión:
"Sobre la voz que va excavando un cauce
qué sacrilegio este del cuerpo, este
de no poder ser hostia para darse."

No deja de ser admirable una lucidez semejante en alguien que cuando escribió este poema era un adolescente de 17 o 18 años. Luego, con semejante sensibilidad, desembocó de forma natural en el estudio exhaustivo de los grandes místicos españoles del Siglo de Oro y sus obras poéticas, como quien estudia a un alma gemela con quien se identifica plenamente.
 
Con permiso de su Majestad el Rey D. Felipe, me va a permitir que prefiera en este día recordar con este humilde homenaje que hoy también hubiera cumplido años, ochenta y cuatro, el bueno de Claudio, el inolvidable Claudio Rodríguez. 

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