sábado, 24 de febrero de 2018

Lecturas del día, sábado, 24 de febrero. Poema "El enemigo" de José Hierro. Breve comentario

Primera lectura

Lectura del libro del Deuteronomio (26,16-19):

Moisés habló al pueblo, diciendo:
«Hoy el Señor, tu Dios, te manda que cumplas estos mandatos y decretos. Acátalos y cúmplelos con todo tu corazón y con toda tu alma.
Hoy has elegido al Señor para que él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió, y observes todos sus preceptos.
Él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y serás el pueblo santo del Señor, tu Dios, como prometió».

Palabra de Dios

Salmo

Sal 118,1-2.4-5.7-8

R/.
Dichoso el que camina en la voluntad del Señor

V/. Dichoso el que, con vida intachable,
camina en la ley del Señor;
dichoso el que, guardando sus preceptos,
lo busca de todo corazón. R/.

V/. Tú promulgas tus mandatos
para que se observen exactamente.
Ojalá esté firme mi camino,
para cumplir tus decretos. R/.

V/. Te alabaré con sincero corazón
cuando aprenda tus justos mandamientos.
Quiero guardar tus decretos exactamente,
tú no me abandones. R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,43-48):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo”.
Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».

Palabra del Señor
 
Poema:
El enemigo de José Hierro
 
Nos mira. Nos está acechando. Dentro
de ti, dentro de mí, nos mira. Clama
sin voz, a pleno corazón. Su llama
se ha encarnizado en nuestro oscuro centro.

Vive en nosotros. Quiere herirnos. Entro
dentro de ti. Aúlla, ruge, brama.
Huyo, y su negra sombra se derrama,
noche total que sale a nuestro encuentro.

Y crece sin parar. Nos arrebata
como a escamas de octubre el viento. Mata
más que el olvido. Abrasa con carbones
 
inextinguibles. Deja devastados
días de sueños. Malaventurados
los que le abrimos nuestros corazones.
 
Breve comentario
 
Si ayer el Señor nos exigía cumplir la muy difícil misión de ser instrumentos de paz en medio de la guerra del pecado (siendo a su vez nosotros mismos pecadores), hoy ya lo que nos pide es sencillamente un imposible: amar a nuestros enemigos. Y no a enemigos pasados, que ya desaparecieron de nuestra vida, sino a los que están presentes y actuando, a los que buscan nuestra destrucción, a los que nos odian por no ser como ellos o porque sí, pues para quien vive odiando cualquier excusa es buena.

Si dependiéramos de nuestras solas fuerzas, tal mandato es, en efecto, incumplible. Es la mayor contradicción que puede darse: que la vida ame a lo que la destruye. Pero cierto es que cuando Dios se hizo hombre fue capaz de resolver esa antinomia: el Creador se dejó matar por una criatura. El Señor no sólo resucitó porque es Dios, dominador de todo lo que existe, incluida la muerte; sino porque su dominio es el del Amor, y ante Él hasta el peor de los enemigos, la muerte, queda vencido definitivamente. Nosotros sólo somos criaturas de Dios. Como tales nos espera una muerte inevitable. Y durante la vida deberemos soportar toda suerte de sufrimientos, entre ellos los del odio ajeno. Como también le ocurrió en vida al Señor. 
 
Es un misterio éste que nos pide el Señor. En la primera lectura y en el salmo se hace hincapié en que cumplamos los mandatos y preceptos de Dios, pues en su cumplimiento se halla el camino de la verdadera felicidad. Pero el fundamento de todos ellos es el amor que tengamos por Dios y por los demás, a los que llamamos hermanos, pues son, como nosotros, hijos de Dios. Y entre ellos por los que quieren acabar con nosotros. Estamos ante un misterio, como es el del amor divino; pero del cual podemos participar no sólo por gracia, pues ontológicamente estamos hechos para amar. Pero amar a quien nos quiere destruir es algo que rebasa lo natural para entrar en el terreno de la gracia divina.
 
No puedo decir nada más para salir de esta encrucijada, más que pedir que Dios actúe en nuestros corazones para remover estas resistencias fundamentales. Siendo criaturas es difícil pensar, sentir y mirar como lo hace Dios. Y sin embargo, algunos, no pocos, lo consiguen: son los que abren su corazón por entero a la acción de Dios. Abrir el corazón a Dios cuando sufres por el daño ajeno es la mejor actitud posible, lo cual no necesariamente te librará de ese sufrimiento. Quien te odia, alejado de Dios, seguirá odiándote siempre, pero tu corazón ya será otro: vivirás perdonando, amando, ofreciendo tu sufrimiento al Señor, rezando por quien te persigue.
 
Dice la sabiduría popular y la ciencia psicológica más profunda (además de Dios mismo) que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. De nuestro corazón nacen todos nuestros pecados, toda la maldad del mundo. Quizá el único modo de llegar al corazón podrido del otro sea sanando primero el nuestro. Esta vía no es que haga más sencilla la exigencia ética de perfección cristiana, pero le da un sentido de acción posible ajustada a las dimensiones del hombre, un modo de preparar el terreno para esa apertura plena del corazón que Dios nos exige. Pero incluso esa humana sanación del propio corazón tampoco es un camino nada sencillo. También exige que Dios nos ayude a recorrerlo. Pidámosle esa gracia de vencer amando a nuestros enemigos, los propios y los ajenos. Que así sea.  

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