La naranja de Pedro Sevilla
Más que nada por ver el otoño por dentro,
por entrar en su honda y dulce esencia,
has abierto, despacio, una naranja.
Era en el autobús del casco antiguo,
poblado de mujeres con bolsas de la compra,
y de pronto un muchacho, un inocente
con los ojos azules y la boca de babas,
te ha alargado la mano pidiéndote un trocito.
A pesar de su madre, que le riñe amorosa
por molestar al hombre que, al parecer, tú eres,
os coméis a medias la naranja
entre sonrisas cómplices,
mientras vas descubriendo la pureza,
la verdad de sus ojos, tan azules y limpios.
Es verdad que su boca te da un poco de asco,
toda llena de moco, baba y zumo
que sorbe con fruición, con ansia fiera,
pero cuánto te darías por fundirte con él,
amante en el Amado convertido,
barro sucio ascendiendo a la hermosura.
Tanto tiempo buscando a Dios en los altares,
en las puestas de sol, en las mujeres,
y resulta que Dios es esta mezcla horrible
de gloria y podredumbre,
el desconsuelo eterno que llamamos belleza.
Has compartido hoy con Dios una naranja.
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