miércoles, 6 de septiembre de 2017

Lecturas del día, miércoles, 6 de septiembre. Poema "Días (IV)" de Ernst Stadler. Breve comentario


Primera lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (1,1-8):

Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a los santos que viven en Colosas, hermanos fieles en Cristo. Os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre. En nuestras oraciones damos siempre gracias por vosotros a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, desde que nos enteramos de vuestra fe en Cristo Jesús y del amor que tenéis a todos los santos. Os anima a esto la esperanza de lo que Dios os tiene reservado en los cielos, que ya conocisteis cuando llegó hasta vosotros por primera vez el Evangelio, la palabra, el mensaje de la verdad. Éste se sigue propagando y va dando fruto en el mundo entero, como ha ocurrido entre vosotros desde el día en que lo escuchasteis y comprendisteis de verdad la gracia de Dios. Fue Epafras quien os lo enseñó, nuestro querido compañero de servicio, fiel ministro de Cristo para con vosotros, el cual nos ha informado de vuestro amor en el Espíritu.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 51,10.11

R/.
Confío en tu misericordia, Señor, por siempre jamás

Pero yo, como verde olivo,
en la casa de Dios,
confío en la misericordia de Dios
por siempre jamás. R/.

Te daré siempre gracias
porque has actuado;
proclamaré delante de tus fieles:
«Tu nombre es bueno.» R/.

Evangelio de hoy

Lectura del santo evangelio según san Lucas (4,38-44):

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.» Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. Al hacerse de día, salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando; dieron con él e intentaban retenerlo para que no se les fuese. Pero él les dijo: «También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado.»
Y predicaba en las sinagogas de Judea.

Palabra del Señor

Poema:
Días (IV) de Ernst Stadler

Ardo entonces durante noches para purificarme,
y siento enarbolados sobre mi cuerpo el látigo y la vara:
deseo liberarme por completo de mi propio ser
hasta haberme vertido en todo el mundo.
Deseo con tanto dolor alimentar mi cuerpo
que los males del mundo me circunden como las estrellas-
En la sangre y martirio del pesar instigado
se realiza el amor, se libera el espíritu.
 
Tage (IV)
 
Dann brenn' ich nächtelang, mich zu kasteien, Und spüre Stock und Geißel über meinen Leib geschwenkt:
Ich will mich ganz von meinem Selbst befreien,
Bis ich an alle Welt mich ausgeschenkt.
Ich will den Körper so mit Schmerzen nähren,
Bis Weltenleid mich sternengleich umkreist –
In Blut und Marter aufgepeitschter Schwären
Erfüllt sich Liebe und erlöst sich Geist.

Breve comentario

Hace un par de días se nos narraba en el evangelio que el Señor no realizó ningún milagro ni curación en su tierra natal, Nazaret. Ayer y hoy, sin embargo, se nos describe una actividad casi frenética, predicando, curando enfermos, exorcizando en otros lugares de Judea. Cuando se dan las condiciones para actuar, Dios actúa. El Señor gusta de darse, pues para darse ha venido. Aunque es imposible imaginar, más que de forma muy hipotética, cómo debía sentirse el Señor ante la necesidad de los hombres, cómo los percibía Él como el hombre que a su vez era (suponemos su afecto, su empatía, su compasión, sus emociones...), la misión del Padre de evangelizar y derramar su gracia y su conocimiento a todo el pueblo judío debía arderle, por así decir, en su interior. Me gusta imaginar que, igual que muchos creyentes arden en deseos de encontrarse con Él, al menos en algún momento de su vida (por desgracia, nuestra fe suele ser más mediocre), Él también arde por encontrarse con nosotros, porque le abramos las puertas de nuestra alma. El amor es así; siempre es así.

La autoridad con la que predica, sana y expulsa demonios nace de su amor, de ese fuego que le une a sus criaturas. Y ese fuego continúa aún hoy por medio de su Espíritu. Sin embargo, la autoridad humana suele nacer del poder en todas sus vertientes (económico, político, de conocimiento, militar, etc.). La autoridad de Dios no es omnipotente simplemente porque lo pueda todo, sino porque es capaz de amar con una perfección, fuerza e integridad para nosotros desconocida. Lo que hace omnipotente a Dios es su amor. Pensemos en el poder humano; ¿qué hace poderoso a nuestro jefe, a un general, al Presidente de gobierno o a Trump? ¿Es el amor? ¿Es siquiera, en el mejor de los casos, el bien común? Y sin embargo acepta con dolor que el hombre pueda rechazarle, como en Nazaret, como en el momento de su Pasión. El amor es ejercicio siempre de una voluntad libre: sin libertad no hay posibilidad de amar. Cuando se le abre la puerta, Él siempre entra. En esa pureza, en ese fuego de su entrega reside su autoridad, que, siendo omnipotente, espera la acogida de su criatura. Este es el verdadero poder, la verdadera omnipotencia. ¿Qué sentirá Dios cuando le cerramos la puerta? ...Mejor no lo imaginemos. O sí, pues nos va en ello nuestra salvación: sólo nos quedará la omnipotencia de nuestro error, la eternidad sin Él, sin su amor. Y este es también otro tipo de fuego...    

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